jueves, 16 de abril de 2009

Raices

Las raíces de una persona hacia un lugar determinado, según lo veo yo van ligadas a distintintos sentimientos, sensaciones que se despiertan cuando llegas y te vas de él. Este lugar suele estar relacionado con el sitio donde has nacido, donde se ha desarrollado tu infancia o incluso tu adolescencia.


En mi caso, nací en el barrio de Carabanchel hace ya unos cuantos años y este barrio, para mí, no es más que un barrio periférico más que cualquier otro de la ciudad de Madrid, con edificios en su mayor parte de viviendas, mercados de abastos, quioscos de pipas en algunas esquinas, personas mayores demostrando que saben más que el mismo jefe de obra, madres corriendo que acaban de dejar a sus hijos en el colegio y llegan tarde al trabajo... un sitio más, pero nada en particular.
Cuando contaba con ocho meses de vida, mis padres se trasladaron a un pueblo al sur de la capital, en el cual me crié y viví de manera continua hasta los veintiún años, momento en el que me marché por motivos laborales. Hoy en día, cuando regreso a este pueblo, a la casa de mis padres, me encuentro con un pueblo que ha dejado de ser el que yo conocía, se ha desarrollado tanto que es casi imposible reconocerlo. Antes era un sitio en el que toda la chavalería nos conocíamos y sabíamos donde encontrarnos, un sitio en el que ir desde mi casa al polideportivo era toda una aventura, en que cruzar todo el pueblo para ir a "estudiar" al instituto significaba que habías dado ese paso de libertad para que el pueblo fuese conquistado por los tripulantes de tu barrio, un lugar en el que, con 19 años y carnet de conducir, me conocía todas las direcciones prohibidas de memoria. Hoy, cuando paseo por sus calles, no conozco a nadie y ya no solo por el inexorable paso del tiempo, que es para todos, sino porque ha crecido tanto que ni los propios vecinos se conocen... No me pidas que te lleve al otro lado del pueblo por que, en primer lugar me perdería y en segundo lugar, no se ni donde está ese sitio. Solo queda añadir que el polideportivo es un centro comercial y el instituto está, casi, en el centro del pueblo. Sin duda, no reconozco el pueblo que dejé.
Hubo una época en la que me preocupaba no tener ese sentimiento de "sentirme en casa" cuando visitaba mi pueblo, y esta es la gran contradicción: lo sigo llamando "mi pueblo". Si bien no tengo nada en absoluto en contra de él, tampoco puedo decir que haya nada que despiete dentro de mi cuando paseo por sus calles, unicamente indiferencia. Y fue en esa época cuando hicimos un viaje acompañados de espuma y delfines, de salitre y brisa fresca matutina, de ilusión por enseñar y poder descubrir en compañía de la persona amada un mundo de sensaciones guardadas para mí, en mi retina y en un cofre enterrado en mi memoria que pedía a gritos poder compartir sus secretos y corroborar su realidad.
La primera sensación me invadió cuando desembarcamos en el mismo sitio donde lo hice por primera vez, todo seguía igual que en aquella ocasión... los grandes hoteles, la bahía, las personas paseando por las calles visitando los puestos que cubrían las aceras, los guiris "coloraos" por el sol... El sentido de la vista había sido conquistado.
La segunda sensación llegó cuando nos disponíamos a salir del hotel por primera vez... la humedad, unida a la sal reinante en el ambiente hizo que, al coger a mi mujer del brazo, nos sintiésemos delisiosamente pegajosos... El sentido del tacto había sido conquistado.
La tercera sensación me sobrevino cuando paseábamos por una playa muy representativa para mí... el sonido embriagador de las olas rompiendo en la arena con la furia del despertar de Neptuno, pero con la suavidad con la que la espuma se puede posar en tu piel... El sentido del oido había sido conquistado.
La cuarta sensación se escondía en un lugar en el que pasé muchas horas, en una mesa de madera a menos de veinte metros del mar, de una playa de rocas cubiertas de algas y tranquilidad... el aperitivo de la estupenda paella que nos sirvieron fue el "pan y aioli". Lo he hecho en muchas ocasiones, pero el sabor tan intenso no se debía solo a los ingredientes, seguro... El sentido del gusto había sido conquistado.
La quinta sensación fue la mas intensa de las palpables... Los pinos, surgiendo en cada rincón por el que nos movíamos... la sal, omnipotente dueña de todo lo que crece en la isla... Un aroma denso y penetrante que se confunde según hacia donde gires la cabeza... El sentido del olfato había sido conquistado.
La sexta sensación fue la más importante... y la más gratificante. Al pasear por la bahía de la capital y atravesarla en un pequeño barco de doce metros de eslora, al recorrer los acantilados casi desiertos, al sentarnos a ver la puesta de sol con música de fondo, al perdernos por sus mercados hippys colmados de virutas de humo de incienso, la libertad que se respira en todos sus rincones... Esta fue la sensación que me hizo reconocer donde estaban mis raices, porque la sensación de saber donde estaban mis raices, me llegó en las pitiusas.